Irene Yustres

Hey there! I haven’t been using WhatsApp for a few days. Y vengo a contaros mi experiencia.

Justo un año después, la obsolescencia programada volvió a ensañarse conmigo. O mejor dicho, con un teléfono que me habían prestado. El aparato dejó de funcionar de pronto, apagando así mis principales herramientas de trabajo; entre ellas, el dichoso WhatsApp.

Con el paso del tiempo, he aprendido en estos casos a chascar los dedos, coger aire y mirar el lado positivo de la situación. Al fin y al cabo, en 2010 tampoco me iba tan mal. Agarré un teléfono antiguo y me propuse sobrevivir con él hasta que pudiera volver a adaptarme a la actualidad.

La vida sin WhatsApp comienza como terminan las travesuras. Risitas nerviosas, orgullosas de su valiente rebeldía. Quién es ahora esclava de la comunicación, ¿eh? ¿Quién? Por desgracia, poco después (a los 30 minutos), el cerebro adulto comienza a experimentar algo de culpa. Empieza a preguntarse qué sentido tiene esta semiobligada desconexión. ¿Me estaré convirtiendo en un ser antisocial? Debería estar contestando al centenar de mensajes que se me habrán acumulado en esta escasa media hora de inactividad. ¿Qué dirán si no contesto rápido? En estas, sobrevives, claro, pero entre angustiosas bocanadas.

Y todo esto sin salir de casa. Vamos a tomar aire fresco. Coge el móvil, no vaya a ser que llegue un SMS de tu compañía telefónica o que alguien te llame… aunque, como buen millenial, jamás vas a descolgar a tiempo esa llamada. Pero, por si acaso, venga, guárdalo en el bolsillo de tu pantalón, que éste aún te cabe.

Caminas por la calle, segura de continuar con tu destino, hasta llegar al primer semáforo en rojo. La inercia te lleva a mirar el móvil y a pensar qué le estará ocurriendo en este preciso instante a Fulanito, o tal vez a Menganito. Sin tiempo para más, cruzas la calle y bajas al metro. ¿A qué hora había quedado? No me acuerdo. Lo tenía apuntado en un mensaje de WhatsApp. Bien. Seguimos. Sonrío en las paradas en las que no hay cobertura móvil. ¡Ja! ¡Como si me hiciera falta!

Como el ser humano es un ser social por naturaleza, al salir del subterráneo enciendo mi terminal y tecleo un número. Una voz conocida suena al otro lado. ‘¿Pero qué haces llamándome al móvil, si eres de esa generación que no coge nunca el p*** móvil?’, vocifera con sorna mi locuaz interlocutora. Y no le falta razón. La acción «hablar por teléfono» la agotamos (los de mi generación) en la adolescencia. Cuando nos daba pereza ‘conectarnos’ al Messenger bloqueábamos la línea doméstica durante horas, lo cual tenía graves consecuencias, siendo «dolor de cabeza de mamá» y «pelea con los hermanos» las principales y más frecuentes.

Atender a una llamada antes era estar cotilleando con tus amigas, o cosas peores de las que no te puedes ni imaginar (a los 16 años). Descolgar el teléfono táctil ahora suele significar algo malo o algo peor. Nos duele más que nos interrumpan. Hemos perdido el placer de conversar. Esa relación de responsabilidad mutua que te obliga a tomar decisiones inmediatas, ¡qué pereza! He llegado a pensar en el temor de olvidar hablar. Hablar. Parece fácil. De repente balbuceas más y más a menudo. Las palabras flotan en tu cerebro y se te escapan con la misma fluidez con la que antes repetías supercalifragilísticoespialidoso varias veces, sin extenuación ni nada. ¿Quién va a querer hablar conmigo, si ya no me acuerdo? No veo doble check por ningún lado. Eso es que, evidentemente, me ignoran.

La nueva situación, que era normalidad hace un quinquenio, produce tanta ansiedad como dejarte las llaves dentro de casa o irte de viaje con el congelador lleno de comida, sabiendo que se va a ir la luz y, tras el apagón, toda tu inversión alimenticia a la basura. He descubierto que no por mirar más el móvil va a arreglarse antes (y esto me costó asumirlo, maldita Matilda) y que cualquier pasado no siempre nos parece mejor (¿por qué seguimos haciendo caso a Karina?). Me agobia el ritmo que me impone WhatsApp, sí. Pero me encanta estar disponible a menudo para comunicarme con personas de todo el orbe con las que quiero entablar (venga, a lo loco) conversaciones.


 

PD: Muchos me habéis preguntado cuánto tiempo estuve desconectada. En realidad, tardé en recuperar el bocadillo verde ocho días; lo que tardó el servicio de mensajería en traerme el nuevo aparato. La carne es débil, amigos. Pero anda que no me ha dado de sí el break para reflexionar… Desde entonces me lo tomo con más calma, como si fuera Facebook o LinkedIn. Lo uso sólo cuando lo necesito de verdad; para preguntar a alguna fuente, enterarme de cómo están las personas que de verdad me importan y para mandar fotos de mis vacaciones y ridículos emoticonos a mi señora madre.

PD2: Reflexionar sin poder contarlo por WhatsApp bien, pero no mola tanto.

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